domingo, 7 de abril de 2024

Cuento de eclipse: Veneno

La prueba de ese momento fue encontrarme con tanta oscuridad. Había huido tanto tiempo de esa historia que le hice un cuarto en la parte trasera de mi mente y me olvidé de él. Le dejé existir allí.

De lo que no me di cuenta fue que siempre estuvo saliendo de allí. Invadió todos mis espacios y mis vínculos. Era una sombra que no podía ver, que de vez en cuando me permitía ojear un resquicio cuando volteaba a ver, pero desaparecía dejándome con la inquietud de si aquello había sido real.

Se ocupaba de mis distracciones. Proyectaba marionetas en la pared, que me hacían creer que ya no estaba allí, que todo estaba bien, que lo había dejado bien guardado en ese cuarto al que creía que solamente yo tenía acceso. Pero las marionetas le expresaban de diferentes maneras: estilos, gestos, pero sobre todo esa forma de relacionarnos, que era de la que yo huía desesperadamente sin más remedio que volver a construirla, una y otra vez, una y otra vez.

Un día, me encontré exhausta de correr, de escapar. Hastiada, como si hubiese comido un banquete eterno y queriendo vomitar. Me di un golpe en la base de la columna que generó un dolor que duró por días y decidí tomarlo como una señal: necesitas detenerte. Y así lo hice. Pasé días y noches contemplando las sombras, inventariando los vínculos, descorriendo cortinas y navegando por los cuartos de mi ser hasta que no me quedó más remedio que ir a ese.

Y allí estaba aquel monstruo. Gigantesco, gordo, repugnante, patas arriba y con esas antenas que me hacían gritar cada vez que volteaba a verlo. Satisfecho de alimentarse de mí, de mi amor y de mi miedo, de mi auto-victimización, de mi auto-suficiencia también. Reproducido en mil sombras pequeñas que deambulaban por todo el cuarto y luego pude ver que estaban por toda la casa. Grité de desesperación y lloré con la misma palabra en los labios que había buscado que solucionara siempre ese problema... pero esta vez no podía servir, porque el monstruo se la había tragado. Mi negación había nublado cualquier posibilidad de luz en ese nombre.

Así que no me quedó más camino que enfrentar a este monstruo. Lo ayudé a levantarse y le pedí que se sentara en una silla y hablamos frente a frente. Vi sus ojos, enormes, vacíos, llenos de carencia y de sed, de muerte. Lo miré y vi mil generaciones a través de ellos. Otros miles de gritos como el mío y cientos de habitaciones oscuras que buscaron hacer lo mismo que yo: olvidarlo, silenciarlo, aumentando su fuerza y expandiendo su presencia. Le dije que lo veía. Le dije que veía las generaciones que le antecedían. Le dije que veía el dolor, el miedo, la podredumbre. El silencio, la complicidad, la evasión. Le dije que me viera, que este era mi territorio y que ya no era bienvenido, que se tenía que ir y hacerse cargo de sus asuntos. Prendí mi fuego y quemé toda mi carne y mi dolor allí.

Pero, pese a mi acto de valentía, se negó. Lo vi tomar con sus patas peludas ese nombre tan importante para mí. Aferrarse. Desafiarme porque yo no tenía derecho a ese reclamo, a esa voz que por fin se atrevía a alzarse.

Así que elegí la muerte. Tomé el veneno del que disponía y lo envenené. Y con él a esa parte de mí que se negaba a morir con él. Esparcí el veneno por todo el cuarto y por toda la casa y lo boté encima del monstruo para asegurarme de que se muriera bien. Me caí en mí misma y me invadió el silencio y el dolor, en cada parte de mis células. Una parte de mí me gritó: detente! Pero tuve que elegir. Era asumir el veneno y matar al monstruo o yo. Tuve que sacrificar esa parte de mí, para que no matara a todas las demás.




El veneno pasó por mis venas y se evaporó con mi fuego. Pude levantarme, como un fénix de sus cenizas y empecé a moverme despacio, poco a poco, recobrar el aliento o más bien respirar por primera vez, libre de aquello. 

Volteé a ver a mi amado y odiado monstruo. Lo vi agonizar allí. Retorcerse de dolor y sentí tristeza, compasión y ganas de aliviarlo, de que no sufriera más. Lloré, lloré un mar de lágrimas que salían desde lo más profundo de mi ser. Pero era el monstruo o yo y la elección estaba hecha.

Abrí las cortinas de aquel cuarto, para que entrara la luz; y luego las ventanas para que entrara el aire, para que ese nuevo ánimo pudiera esparcirse por todos los cuartos de mi casa interna. Dejé de sentir miedo y acepté que ese monstruo sería parte de mi por siempre. Que sus cenizas eran parte de la tierra en la que mi ser se renueva siempre, una y otra vez. Esa misma tierra de mis raíces. Le honré y empecé poco a poco a sentir amor por él en mi ser. Un amor nuevo, sin idealizaciones, uno que pudiera pronunciar ese nombre y sentirlo finalmente completo. Uno que pudiera tomar esa sombra en mí, sin negaciones.

Le hice un pequeño funeral al monstruo. Una pequeña oración: descansa en paz. Que seas libre, que la luz sea en tu ser. Y a la manera de los enanos en blanca nieves le dejé flores y le dejé ser allí, en su cuarto, ahora abierto y luminoso, emanando luz a la conciencia de mi ser.

Gracias monstruo. Gracias.

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