miércoles, 22 de febrero de 2023

Diana escribe: My own soul’s warning

Este texto viene del título de una de mis canciones favoritas de The Killers, que inspiró la visita de este animalito maravilloso y toda la historia ficticia de un personaje que se ha desconectado de sí y que encuentra en esos ojos el camino de vuelta. Lo amé, ojalá lo disfruten también! Y les dejo el link de la canción por acá:



My own soul's warning

 El alma. ¿Alguien podría decir qué es eso? No creo. Y sin embargo, acá está, sentada en la cama, frente a mí, con una claridad que no da lugar a dudas y viéndome directamente a los ojos. Es una anguila. ¿Cómo le hace para estar sentada, fuera del agua y con tanta propiedad? No lo sé tampoco.

Me tomó por sorpresa. Se me escapó en un ataque de tos. No me sentía bien, es cierto. Llevaba días sin quererme levantar, viviendo al ras y pensando ¿por qué? Y entonces me da este arranque de tos. Duró varias horas, no podía conjurarlo. Caminé de arriba abajo, de pared a pared de cada uno de los dos pisos de mi hermoso Penthouse, que da a la mejor vista de la ciudad: atardecer rojizo, lejano, sin que se calienten las habitaciones; y para el otro lado, verde intenso, árboles y montañas hermosas. Ah… qué belleza, me encanta eso. Y pues allí, en medio de ese lugar que tanto me gusta habitar, parecía yo un viejo de 80 años, tosiendo sin parar de arriba abajo, de ese a oeste, de norte a sur por toda la casa, hasta que empecé a botar una baba y se fue armando esta anguila que me interroga sin parar.

Y no es que diga algo, es su presencia lo que resulta inquisidor. Y me muevo alrededor suyo y ahí sigue. Y sé que es mi alma, porque me lo dicen sus ojos. Me recuerda esa frase que me decían de niño: ¿se te va a salir el corazón? Pues no, no se salió, pero sí el alma y yo pensé que eso no podía ocurrir. 

Me habla de preguntas que yo pensé que podía responder: ¿te gusta tu vida? Sí… me gusta… ¿Me gusta? ¿Qué me gusta de esa vida? La verdad es que a veces quiero salir corriendo y no volver más. La verdad es que me hastían los amigos y los jueves de whisky y la música de cámara y el jazz. Creo que ya no puedo con nada de eso, pero sigo haciéndolo porque no sé cómo parar, no sé cómo más vivir. ¡Detente anguila por favor! No quiero pensar en esas cosas.

Pero ahí siguen sus ojos. Uno morado y el otro verde. Y su cuerpo de texturas transparentes, que sugieren una luz interna que no puedo terminar de percibir y menos de describir. Mi alma-anguila me cuenta sobre recuerdos que procuro no evocar. Me muestra la imagen en el espejo, que con 50 años es igual a la de cuando tenía cinco. La misma ropa, la mirada intacta, un poco triste y con un dejo de ‘déjame en paz’ que sé usar bien cuando no quiero que las personas se dirijan a mí. Me duele esa imagen, ese niño. Procuro no pensar en él y la vida me va muy bien así. Me va muy bien siempre y cuando no me encuentre con anguilas álmicas que vengan a poner en sus ojos estas imágenes que se salen al espejo y luego no se quieren ir.

Me gusta mi auto, convertible, rápido, cuya sola presencia es una carta de presentación. Atraigo fácil a los hombres y mujeres que me interesan. En los negocios me ven bajar de él y sonríen y siento cómo se derriten en un apretón de manos que quiere decir: confío en ti, te voy a decir que sí a lo que me propongas. El efecto es similar cuando invito a alguien a casa: se sube al auto y el trato está cerrado. Piernas y culos abiertos en un momento. Eso me transmite una electricidad deliciosa por la espina dorsal que procuro alargar con un vino que elijo para complementar esa imagen de poder que ya ha quedado grabada en las pupilas de mi víctima. 

Pero sí, la verdad es que a veces me aburro y se siente un poco vacío. Pero esta posibilidad de elegir todo lo que quiero es algo que he valorado mucho siempre y que es el sentido de mi vida. ¿Sí lo es? Me miran esos ojos y el morado se pone violeta claro y se abre un poco más, como levantando una ceja a ver si me estoy contando la verdad. La observo y empiezo a caminar de un lado a otro de mi cama grande, de sábanas blancas que ojalá no se vayan a manchar con esa baba de su cuerpo (¿o será moco? ¿o restos del agua del mar de donde debe venir realmente este animal?). Por momentos bajo los párpados y pienso que me he vuelto loco, que ayer bebí demasiado, que he trabajado sin parar muchos días y que seguramente esto es producto de mi imaginación. Pero los abro de nuevo y la anguila sigue allí. Emana tranquilidad, quietud, serenidad. Como si ella supiera algo que yo no sé.

Ahora me siento a su lado. Empiezo a dar lugar a la curiosidad de saber más de ella. ¿Cómo te llamas? Pero no me responde. Apenas sus ojos emanan una dulzura especial, como si sonriera. Esa mirada, me envía a muchos años atrás, a un día que estaba comiendo una crema de tomate con una mujer que amé como a nadie. Si les digo la verdad, prefiero los hombres sexual y románticamente, son mucho menos complicados, pero ella fue especial. Me tomó por sorpresa. Uno de esos ‘amores a primera vista’ que ocurren pocas veces en la vida. Estábamos cenando y era un momento de silencio en el que ella me miró con esos ojos grandes y bonitos y me sonrió apenas mientras metía en su boca su cuchara, llena de crema de cebolla, porque la de tomate no le gustaba. Y yo me quedé allí, con la respiración suspendida, sintiendo una calidez desconocida que luego procuré olvidar. Hasta que este animal fusiforme me ha mirado así y me he vuelto a quedar sin aire.

¿Qué habrá sido de ella? No lo sé, no sigo la ruta de las personas que salen de mi vida. Se van y ya me ocupo y no vuelvo a enterarme. Solamente mantengo en mi vida un par de amigos para los jueves de whisky, y sobre todo es porque no me quiero aburrir en esas noches y porque la imagen de un círculo social estable es importante, ya saben. A parte de eso, un par de llamadas al mes a mis padres y ya está. Vivo bien solo, me gusta mi soledad. Me gustan mis cuadros y mis libros. Me gusta caminar solo y no tener que compartir con nadie mis rutinas, me gusta estar libre de negociaciones, de acuerdos, de concesiones… Pero ahí viene el ojo verde: ¿sí es verdad esto que me estoy diciendo? O ¿es simplemente la forma como aprendí a vivir y luego ya no supe encontrar otra?

La anguila se mueve un poco sobre mi cama. Se enrosca como si fuera un gatito y me vuelve a mirar con dulzura, pero esta vez es ese aire de mi madre el que me evoca, cuando me daba la papilla, adornada de unas gotas de jugo de naranja. Era un pequeño yo. Qué sensación tan maravillosa que era. Sus ojos sonrientes, su voz suave de mamá cantando alguna canción y luego la cuchara pequeña que se acercaba a mi boca. Yo no tenía ojos para nada más que para ella en ese instante y gusto para esa papilla que parecía estar impregnada de su presencia. Voz, ojos y papilla eran la misma cosa. Pero no duró mucho. La vida de la familia se alteró cuando papá asumió la carrera diplomática y ya nunca hubo esa misma calidez. Qué nostalgia.

En ese momento, la Anguila se levanta y me habla. No con voz humana, sino con un tono que me viene desde dentro, como si fuera yo hablándome a mí mismo, a través de ese ser. Y es probable que así sea, ya que se trata de mi alma. Tiene sentido ¿no? 

Me cuenta sobre corazones rotos, sobre rigideces mentales, sobre soledades inconfesables y profundas. Me advierte sobre días finitos en este mundo, sobre la impermanencia y la belleza del disfrute. Me invita a hacer elecciones, me cuenta sobre la muerte, como si fuera la amiga que permanece sentada en la sala de mi casa, al lado de mis libros de arte, de frente a mi blackout para que no entre la luz de la mañana porque me fastidia; y junto a mi planta, que requiere poca agua para que cuando no vuelva pronto a casa no se vaya a morir. Esa amiga que cuando decida salir, no lo hará sola, sino me llevará de la mano para nunca más volver.

Siento inquietud. He pensado en esto muchas veces, pero como una posibilidad lejana, como algo que pasará eventualmente, pero no pronto. Y además es uno de esos pensamientos que me digo: para qué. Pero mi alma-anguila refuerza su mirada, esta vez muy seria. Esta vez la tomo en serio, sé lo que me está diciendo. Me advierte, me grita, me implora que le dé un lugar. Sé que no lo he hecho. Sé que la he silenciado decididamente, convencido de que se trata solamente de un estorbo. Un problema menor que impide que el pragmatismo fluya felizmente en mi vida. Y sí, sí estoy harto.

Ella suspira (sí, es una anguila, yo sé, pero suspira) y me pide que la abrace. Sé lo que va a hacerme, así que lo dudo por un momento. Recuerdo que las anguilas usan su electricidad para comunicarse. Comprendo que esto es algo que yo mismo he decidido hacerme. ¿En qué clase de loco me convertí y cuándo? 

Pero acepto. Tomo el abrazo y siento cómo la electricidad recorre todo mi cuerpo, todas las células, todo mi cerebro. Antes de perder el conocimiento, viene un solo pensamiento: mañana, el desayuno será papilla en jugo de naranja. Y voy a vaciar todas las botellas de whisky y abriré las cortinas en la mañana.

miércoles, 15 de febrero de 2023

Diana escribe: Red

Esta entrada fue producto de la tarea de conectar con un color y escribir sobre ello. Tuve muchos estímulos para elegir el rojo, que es recientemente uno de mis colores favoritos: ropa, música, un día feliz y rojo. Es la más sensorial de las entradas, ojalá que la disfruten! Yo me puse roja de solo publicarla :P


Red

Red. Rojo. Rouge. Es todo lo que veo a mi alrededor. Vine a este lugar a jugar. No podía dejar de pensar en eso, necesitaba descansar, salir del día a día... Rojo. Rojo todo. El corazón, el charco de sangre, el dolor. Rojo. Y ahora vine a este lugar a relajarme y preciso: rojo también. Pero es diferente, lo sé. 

Las paredes creo que son en realidad blancas, pero con la luz roja, parecen de ese color en degradé: brillan suave abajo y luego se ponen más intensas arriba. Es un lugar amplio, de forma hexagonal. La alfombra roja se siente muy suave bajo mis pies, siento ganas de botarme al piso y revolcarme en ella y sentirme acariciada por esa piel. 

En el centro del cuarto hay una boca gigante, de plástico, con los labios entreabiertos, sugestivos. Los dientes, apenas sugeridos, hacen que se vea muy sexy. Entre eso y todo ese rojo siento calor, mi sangre, roja también, empieza a hervir y aún no ha empezado esto. En los bordes hay mesas con bebidas, rojas, posiblemente cocteles, no los voy a beber. Y hay cerezas y fresas rojas y telas de diferentes texturas y flores, que no son rojas, pero por la luz lo parecen.

Me pidieron que para venir tuviera algo rojo llamativo y yo, muy lista, me pinté los labios. Rojísimos. Me encanta cómo se ven. Y usé una máscara, con una flor roja, que se ve hermosa con mi pelo ensortijado. Mi piel se va despertando, los ojos, los oídos, alertas a lo que va a suceder. De resto, mi atuendo es negro, pero se ve rojo oscuro, por la iluminación.

Entonces, entra una persona. Un hombre. Lentes, de bordes rojos, pálido, con el cabello negro. Totalmente mi tipo. Me mira y sonríe y me dice: ‘soy el de seguridad’ y se ríe. Yo respondo con incredulidad, pero me río también. Su traje es rojo, con un logo institucional.  Ignoro quién es, pero parece un médico. Y empieza a llegar la demás gente.

Un espacio como este es poco común. No toda la gente sabe que existe y eso me agrada mucho. Ha sido creado para tener un rato de libertad, para poder jugar y sentir y desear sin temores, en apertura y confianza, en plena inocencia. Me hacía mucha falta estar en esto, siento cómo la tensión en mis hombros cede y empiezo a sentir el corazón abierto, sensual, sexual, rojo, latiente. Pienso en aquel maestro y su enseñanza para mí: estoy presente, no huyo, me involucro con profunda seriedad y compromiso gozosos, con la inocencia de un niño, con la madurez de una adulta. 

Empezamos a bailar, a reconocernos. Nos vemos a los ojos. Hay varias personas que conozco aquí, algunas muy cercanas, cuyas miradas me hablan de complicidad, de cercanía, de aventuras compartidas. Usan trajes irreverentes también, porque la idea era salirnos del personaje cotidiano. Una gata, un policía, un vikingo, una diabla. Amo verles, les amo profundamente. Me encanta escucharles reír, deambular por el espacio, ser tan desenvueltos allí. Hay un par de ojos más que me resultan llamativos y que nunca he visto. Disfruto de esta posibilidad de desear, siento mi chakra raíz, rojo, encenderse y brillar, pertenezco.

Me encuentro con una persona que ha sido un padre para mí. Me recuerdo que no lo es, que solamente tengo un padre y él no está allí. Luego con un aventurero italiano que no entiende las instrucciones del juego, y me río por eso. Me atemoriza un poco su fuerza, prefiero distanciarme de él. Cuero, plumas, cuerdas, electricidad. Más baile. Vamos creciendo en intimidad. Más risas y tacto. Más cercanía y confabulación de manada.

Entonces ocurre el evento de la noche, ese que no se espera. He estado todo el rato compartiendo como con un hermano con el personaje de las gafas rojas. Nos hemos contado los triunfos en cada juego: ¿ganaste? ¿Te dieron un dulce? ¿pudiste soportar aquella prueba? Y chocamos las manos cada vez. Le mimo la cabeza, siento su cabello suave y él se recuesta en mis piernas. No me explico por qué pero ocurre y es en total fluidez. No ha sido una opción otro tipo de cercanía porque no está diseñado el juego así, no compartes con los de tu equipo. Pero entonces, cambian las reglas y se abre esa ventana y siento cómo nos transfiguramos uno al otro y él me atrae a sí con fuerza y decisión. Bailamos. Me encanta. Parecía un chico tímido, ñoño, de esos que me cautivan, pero con los que nunca tengo ninguna posibilidad. Y viene la sorpresa de ese ser decidido que me ubica en esa alfombra, roja, suave, cálida. Me pide que le bese el cuello y que termine con un beso en sus labios. Siento la sed, el calor, los latidos de su corazón. Me contagia su deseo. Así que me doy allí, me siento sobre él, lo beso y lo disfruto, nuevamente paso mis manos por su pelo, su cara. Él me rasguña las piernas por entre las medias de malla que llevo, me abraza. Nos besamos, nos sentimos, todo el tiempo disponible completamente presentes en ese beso. Rojo. Consigue que mi mente no intervenga, me rindo.

Cuando acaba nuestro tiempo, me asusto, porque me he sentido muy cercana, muy a gusto en ese lugar, con él. Y sé que es solamente un juego, así que me aparto, como si no pasara nada, pero claro que sí pasó. Mis labios, rojos, sonríen de picardía. Atesoro ese despertar de cuerpos, y de almas. Me da risa su timidez que lo lleva a chocar de nuevo las manos conmigo, igual, como si no hubiese pasado nada. Me endulza el sentir eso, sonrío. Lo miro. Es lindo.

Nuestro salón rojo sigue girando y seguimos jugando. Sé que no voy a olvidarlo. Me veo caminando a casa sonriendo, por lo mucho que me divertí, los tacones resonando paso a paso. Me siento viva, rojísima. Gracias por el juego y la inocencia y la amistad. Miro la Luna, está roja de emoción. Qué viva este latir del corazón, rojo.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Diana escribe: Decepción

Puerta de vidrio. Mesas iluminadas. Meseros en trajes brillantes.  Vamos, tienes que lograrlo, sigue caminando.

Vestido blanco, bombacho en medio para que la panza sea libre. Lentes oscuros, porque están de moda y porque así nadie puede ver mis expresiones.

Un paso, dos. Mesero: ¿señorita, tiene reservación?

Relajo el abdomen, suspiro: No. Quiero mi lavandería.

El mesero sonríe, me guía hacia una nevera enorme de color azul. Abre la puerta y entro. Escaleras. Un, dos, tres, veinte peldaños. Oscuridad. Nueve, diez pasos. ¿Cuándo va a terminar esto? Por fin, una penumbra... y, bajo la tierra, el paraíso de los platillos que solo quienes saben pedir su lavandería encuentran. Me costó encontrarlo y hoy, por fin, lo logré.

Exploro con la mirada alrededor, nadie lo nota. Los lentes funcionan. Me siento Audrey Hepburn con este peinado alto, lentes, guantes. No quiero que me hablen, pero debo entender cómo funciona el sistema, así que avanzo.

En la barra, al mesero: Hola guapo. Qué hay de cenar.

Mesero: Lo que estabas buscando ¿Te sirvo?

…: ¡Sí!

Y va a servirme el platillo tan esperado. Es una mezcla de ingredientes del mar, venenosos, de lo cual nadie conoce la receta, solo acá. Está acompañada de espárragos, purés de papas combinados, quesos, aguacate, fresas; para probar en un mordisco el universo.

¿Cómo lo sé? Porque me lo contó una de las personas más exigentes y sensibles de paladar que haya conocido, y, al verme, supo que tenía que probarlo, era mi destino. Y así lo asumí. Por eso viajé por el mundo, guardé con celo este crucial secreto, hasta estar en esta barra, en este día a esta hora.

El mesero me pide que me siente y me retira los lentes y me ata un tapaojos de seda. Sus dedos rozan mi cuello y en el nerviosismo que siento, me erizo. Huele a pomarrosa. No es un aroma masculino, pero me reconforta.

Con un susurro me anuncia que ya vuelve con mi platillo ¡al fin!

Siento el sonido del plato contra la mesa: click, clack. Es una mesa de vidrio, helada. Por fortuna tengo puestos los guantes, amortiguan la sensación desagradable del hielo en mis antebrazos. Mejor no me los quito.

Qué nervios. Busco los cubiertos, allí están. Son enormes. Los prefiero pequeños. Otro detalle que obviaré. 

Apreciar una comida es como hacer el amor: hay mil formas de lograr el clímax. Hoy, quiero todo el juego previo, amar este platillo y vivir una sesión suave, embriagante, sensorial. 

Debido al tapaojos, me saltaré el placer de la vista. Voy despacito a olfatear el platillo, para apreciar el conjunto. Atraigo a mí su olor con mi mano izquierda. Pero no huele. Qué raro.

Pasemos al tacto. Jugueteo con mi tenedor. Quiero percibir la textura de los ingredientes diversos. Me la he imaginado muy suave, penetrable, blanda… ¡qué delicia!

Pero es tiesa. No puedo trinchar lo que parece ser una bola de ingredientes comprimidos. Ups. Bueno. Ya no hay más, tengo que tomar el primer bocado.

Con el tenedor, saco con dificultad un pedazo y lo acerco, nuevamente, a mi nariz. Por favor, que huela. No.

Y lo embuto en mi boca. Siento los ojos nadar en lágrimas, porque ya sé lo que viene a continuación...: no sabe. Su textura es más fría que un chicle, ni fresas, ni aguacate, ni purés. Es un trozo de plastilina muerto.

Dejo de contenerme. Las lágrimas se me escurren a borbotones. Quiero salir corriendo, gritar. ¿Qué clase de broma es esto? Siento el cuerpo en llamas, de decepción. El estómago se me ha cerrado y cruje de dolor. Y la boca, seca, no sabe qué hacer con ese proyecto de bolo alimenticio que nunca llegará a ser.

Lo escupo. Lo siento mucho, no puedo. Mi sueño se ha hecho pedazos. Todos los pasos que caminaron buscando el placer se han estrellado de la manera más cruel. No hay mayor desilusión que probar una comida insatisfactoria... Todo el mundo sabe eso. Pero es peor cuando se ha soñado por años con este encuentro del paladar con su víctima, con su amante y no hay NADA. Un gusto desagradable habría sido mejor que esta NADA.

No veo qué pasa alrededor. Suavemente me quito la venda y miro, ojos enrojecidos, el entorno. Nadie me mira. Todos comen felices. No alcanzo a ver sus bolas comprimidas de NADA, pero puedo intuirlas. Mi corazón-estómago se siente aún más vacío. Respiro. Lentes a los ojos.

Me levanto, con la mayor dignidad que puedo y pido al mesero que me lleve a la salida. Y con cortesía, lo hace. Gracias por la oscuridad que rodea mis pasos, para que nadie pueda ver esta humillación en este lugar al que nunca debí venir y al espero nunca más volver.

jueves, 2 de febrero de 2023

Diana escribe: Príncipe con papas

Esta línea del blog se llamará: Diana escribe. 

Este texto, así como los siguientes que estaré publicando como una 'saga', hace parte de un ejercicio que me propusieron en el reciente Mundial de Escritura, en el que participé por la diversión de hacerlo. Y fue así tal cual: hace tiempo no me divertía tanto en el ejercicio de dejarme llevar por las teclas y las palabras. Este ejercicio me llevó a abandonar cualquier agenda y dejar que fuera saliendo lo que se me ocurriera. El resultado... mucha mierda, jajajaja. Ojalá que les produzca tanto juego, repulsión y risas como a mí!



Príncipe con papas

Harry es un bicho hinchado que nunca hará caca en paz. Nada más deambula por ahí, gordo, claramente flatulento, sin ocuparse del espacio que resta a los demás, que presiona en el tiempo, el espacio, el frío, el viento. Su hálito fangoso, lento, contagioso, impregna las ropas de quienes se le acercan y hacen imposible que sea olvidada su visita.

Y todo esto, es gracias a que el pobre de Harry no puede hacer caca en paz.

Todo comenzó una tarde. Harry era flaco, casi imperceptible, liviano. Deambulaba, pero como el viento, casi flotante, claro y clarividente. Harry quería enraizarse, quería poder poner los pies en el piso. Veía a los demás y suspiraba con rabia y envidia, ‘¡ay! yo quiero caminar, quiero sentir las plantas de los pies, quiero poner el talón en el pasto, el dedo gordo en la tierra café, húmeda, carrasposa’. Sentía cómo el estómago se le ponía rojo de rabia y la sangre se le hacía más liviana porque de tanta ira calentaba toda su agua que pronto se hacía vapor… y todo salía mal, porque volaba más alto, pero de la furibunda, frenética, colérica piedra.

Era una broma muy práctica y contundente de Dios. Que la ira te mande a volar pero le llamen piedra: ¡debería caer! 

Así que Harry buscaba diariamente maneras desesperadas de cómo aterrizar, cómo dejar de ser un flaco insignificante y volverse un ser de carne y hueso… de muchas carnes y fuertes huesos, de sangre espesa, que pudiera sentir y que no lo pusiera en el cielo. Quería el infierno subterráneo y pesado, la tranquilidad de la huella en el pavimento, en la arena, en la tierra, en el barro. Las uñas sucias del tacto con la existencia. La piel sudorosa del contacto con otra piel. ¡Quería existir, sí por dios! 

Así que en medio de su amplio vuelo escuchaba a las personas a ver si aprendía cómo era que le hacían para andar por ahí, tan campantes, tan concretos, tan reales. Y descubrió que las personas usaban los sentidos para situarse, para percibirse en sí mismes y también a las otras personas. Y así, Harry descubrió que ese aire que lo atravesaba, que lo rodeaba, que lo elevaba… olía. 

Y podemos imaginar ahora a Harry en su vuelo eterno, como una caricatura dejándose guiar por los aromas de todo tipo que empezó a olfatear, a esnifar, a husmear. Qué delicia, qué asco, qué dolor de cabeza, qué sorpresas infinitas que le daban los olores. Y eran intoxicantemente atractivos ¡ay! quería tocarlos, ponérselos en la piel, mirarlos, morderlos, pellizcarlos… ¡oh! Qué placer infinito y qué dolor y qué retorcijones que empezó a sentir, acá, abajo, arriba… Hasta que no aguantó más y logró corporeidad para poderse poner esos olores.

Y en medio de revolcarse en ellos terminó de cara dentro de un pastel. No lo sabía en un comienzo… pero era un pastel de chocolate. 

Por dios… ese pastel intensificó su corporeidad. Qué suave, esponjoso, melcochudo, pegostioso, húmedo, resbaloso que era ese pastel. Manos, cuello, nariz, impregnadas de esas infinitas y embriagantes texturas. Pero era claro lo que quería hacer con ese pastel: se lo quería COMER. Su lengua se apoderó de él por un momento y en medio de tanta… dulzura-amargor-salado-acidez dejó de ser él y fue solo lengua y luego solo sabor y luego completamente chocolate. Y comió y comió y comió y quiso que el universo fuera infinito y el tiempo dominable para poder seguir allí, en ese orgasmo chocolatoso eternamente.

Y ya nunca pudo volver de allí…

Harry se aferró a comer chocolate sin fin y así se volvió un bicho, como supimos al comienzo. Deforme, en el sentido de que carece de una forma concreta, armónica. Y miedoso, porque teme que si deja ir un poco de ese chocolate, su éxtasis va a terminar, así que nunca caga. Siempre tiene miedo de perder su pequeño infierno, porque ahora existe, ahora es notable incluso a través de su hedor. Ahora pisa durísimo el suelo porque su peso es abrumador y sus huellas las puede percibir cualquiera. Ahora Harry existe. Y, además, existe gracias a ese éxtasis de sabor que no puede abandonar. Es un bicho, eternamente hinchado, que nunca podrá cagar en paz.