viernes, 20 de junio de 2014

Un viejo amigo

En diciembre del año pasado, luego de esmerarme en cuidar a una persona muy especial para mí, caminamos juntos por las calles de mi infancia. Lo llevé a conocer un espacio en el que pasé la mitad más bonita de mi niñez: el barrio donde queda la casa que fue de mis abuelos maternos en esa época, la 'casa de la mami', mi abuelita. Es un barrio de clase media, que con el paso del tiempo ha entrado en decadencia ante la proliferación de pequeñas pandillas y delincuencias de todo tipo que se aprovechan de la falta de presencia policial en algunas zonas. Lugares parecidos hay muchos en Bogotá, éste queda en el norte.

Recorrer esas calles fue maravilloso y el compartirlo con esa persona fue algo muy especial para mí, un recuerdo para atesorar. 

La aventura comenzó naturalmente por allí: por 'la casa de la mami'. No había cambiado mucho: estaba en la misma esquina, con el piso del 'antejardín' del mismo color naranja con piedritas, las rejas igual de blancas que cuando me trepaba por ellas todo el día. Lo único que había cambiado era la puerta de entrada, que yo recordaba a un costado y la habían trasladado al frente. 

De ahí fuimos a un pequeño centro comercial que tiene el barrio en la mitad. Allí busqué sin éxito la panadería donde comprábamos las onces de los fines de semana, que con frecuencia convidaban a muchos miembros de la familia y se podía sentir eso que llaman 'calor de hogar'. Mi papá amaba esa panadería y aún la recordamos con esa añoranza del 'mejor pan de Bogotá'.

Al llegar al parque, muchas memorias vinieron a mi mente. Ya no era la Mami quien estaba en primera fila sino Mano, mi abuelito, quien con mucha energía se encargó de nosotras cada mañana de sábado durante mucho tiempo. Las tiendas de los dulces sí seguían allí, como si el tiempo no hubiese pasado. Ojalá recordara a sus dueños, para saber si son los mismos que nos vendían los helados, pero no eran ellos tan importantes como las golosinas en aquel momento.

Sin embargo, el paseo tuvo un encuentro que yo no tenía tan claro en mi ruta: uno de mis mejores amigos de la infancia, que vive allí aún: mi árbol filosofante. Verlo ahí me generó una sensación de vacío en el estómago que no tengo que describir para que mis lectores/as la evoquen... Recordar que existía (y existe) en ese lugar le dio un significado distinto, un 'plus' a mi caminata de la memoria.

Allí estaba: en el mismo lugar en el que lo recordaba, rodeado de las mismas cosas de ese entonces: una rueda, un pasamanos, una silla de cemento. Esas cosas habían cambiado un poco: el metal del pasamanos había cambiado de color y la pobre rueda en la que Mano con tanta fuerza nos había hecho volar ya no funcionaba, se encontraba en el suelo completamente dañada, pero en esencia la imagen era la misma.

Empecé a caminar esos espacios llena de memorias: el pasamanos donde aprendí a balancearme con confianza y a caminar sobre el vacío sin vértigo, los columpios donde mi hermana mayor me lanzó contra el cemento, ese mismo cemento desnivelado y lleno de piedritas al que le tenía mucho miedo por las muchas heridas en las rodillas que me hice con él. Cada momento fue como un pequeño placer, un suspiro, una sonrisa, pero todo eso lo hice para demorar el momento del reencuentro con mi viejo amigo, quería primero acercarme a todos esos lugares para luego encontrarme con ese alguien que tanto significado le dio a mi vida en esos años.

Y allí seguía. Derecho, mucho más alto que cuando pasábamos las mañanas o las tardes juntos, algo más grueso, con muchas huellas del paso del tiempo y las personas en su corteza. La rama que tanto trabajo me costó alcanzar para poder subirme en él había sido cortada, no sé hace cuánto tiempo y la cicatriz de este hecho estaba muy arriba como para poder acariciarla, pero era el mismo árbol; más sabio, con más años, pero el mismo viejo amigo de entonces. 

No pude contener la sonrisa y la alegría que saltó en mi pecho al verlo. No sabía cómo comportarme pero finalmente me dejé ir en un abrazo grande y cercano a las lágrimas en el que le dije: ¡¡¡qué gusto volver a verte viejo amigo!!! ¡¡¡Cuánto has crecido!!! Tuve una pequeña sorpresa al sentir de regreso su calidez: también me reconoció y me regresó un calorcito a la pancita y mucha tranquilidad, por la que me sentí profundamente agradecida. Un momento mágico en verdad. Creo que debió pensar que también había crecido...algo :) 

Muchos años habían pasado desde la última vez que nos vimos y ambos estábamos cambiados. Mi árbol nunca se sintió solo o triste, pero supo que mi corazón había sanado y mi vida ya no era del mismo color que cuando él me acogió en sus ramas; ya no lo abrazó una niña indefensa y llena de esperanzas e inquietudes intelectuales, sino una mujer hecha y derecha, con mucho que solucionar aún pero más fuerte y con muchas más ganas de expresarle la enorme gratitud que ha hecho que lo incluya en muchas conversaciones e historias, y que seguramente lo seguirá haciendo.

Mi árbol tampoco era el mismo del todo, las huellas del tiempo dejaban ver que también se ha hecho grande y fuerte. Creo que no quería que ese abrazo terminara.

Caminé por otros lugares ese día, recordando pastos y bananos, aretes perdidos y muchos paseos felices con mis hermanitas y mi abuelito, pero al final volví para despedirme de mi amado cerezo. 

Al volver a abrazarlo, mi persona especial tomó unas fotos que nunca le pedí, pero creo que tengo las imágenes en mi mente: mi enorme cerezo y yo abajito, aun muy pequeña para él, abrazados.

Ahora que tengo la tristeza de la partida de esa persona especial, ese abrazo me recuerda la conexión con los amigos. A través de él pasan por mi mente muchas personas especiales que quise mucho y que se han ido y también aquellas que permanecen. Es el poder de la amistad, es el inmenso amor que te transmiten los viejos amigos.