sábado, 13 de abril de 2024

Intimidad

 Esta palabra es una que tiene un lugar central en mis reflexiones en torno a la vida. Ha sido un desafío enorme para mí, ya que integré desde pequeña unos enormes patrones de desconfianza que me han llevado a buscar la superficialidad en mis vínculos, para sentirme a salvo, para no exponerme demasiado.

Desde hace un par de años el plan de mi alma al parecer cambió y he venido profundizando en esta aventura de intimar, de abrirme a conexiones más profundas, de pagar el precio de la cercanía, que muchas veces se ha sentido como una especie de renuncia a la libertad, aunque en realidad no sea así. También se ha sentido como peligroso, como algo que dolerá y así es, pero qué le vamos a hacer.

En estos días tuve una ruptura, no sé si temporal, con un amigo muy especial para mí, ya que fue de las primeras personas a las que decidí abrir mi mundo hace ya varios años. Y siento que la razón para esa ruptura fue la dificultad para sostener la intimidad y por eso estoy escribiendo este post.

Abrir el corazón a una persona implica una enorme vulnerabilidad. Ser vulnerables es uno de los desafíos más grandes que tenemos al ser humanos, porque nuestra mente es muy sensible y encuentra maneras para evitar esa sensación que identifica con el peligro. Pueden ser cualquier cantidad esas estrategias: drogas, alcohol, juegos, sexo, control. Hay que inyectarle alguna dosis de lo que sea para no sentir ese peligro, para no sentir que abrimos demasiado el corazón. Esto es especialmente fuerte si hemos vivido nuestra vida, como yo, con pocos niveles de intimidad, con bajos niveles de cercanía con varias personas. Solamente la palabra intimidad se asocia fácilmente con la interacción sexual, aunque no necesariamente la implique.

Han escuchado esta historia de que un hombre y una mujer (o dos personas, for that matter) no pueden ser amigos? Pues bueno, viene de esa incapacidad nuestra para sostener la intimidad, la cercanía real con una persona. Porque, si ya estamos ahí, si hemos abierto el corazón, entonces debe significar que hay algo más, verdad? Debe significar que esta persona debería ser mía, que un control debería establecerse, que podríamos distraernos teniendo sexo para (por favor!) no sentir esa cercanía. Qué mentiras, qué estrategias las que crea nuestra mente para separarnos del amor.


Porque el amor tiene mil maneras de expresarse, de existir en nuestra vida. Una de las más bellas, por supuesto, es la amistad, porque nos da la posibilidad maravillosa de amar en libertad, de conocernos en el otro, de acercarnos sin esa ilusión del control, solo por el gusto de estar con ese ser. Qué triste que nos perdamos de eso por las ideas sociales o por nuestra incapacidad emocional. Es justamente en la amistad donde podemos entrenar esa capacidad, esa comprensión profunda del amor. Es en el día a día de estar con nuestros amigos y amigas que podemos aprender que no es en la pareja en el único lugar donde podemos dejarnos caer, donde podemos encontrar sosiego al dolor de sentirnos solos en el mundo, donde podemos ser vulnerables y llegar a intimar.

Trascender esto en nuestras amistades, comprender que no es solamente a través del sexo que nos podemos conectar profundamente, ir más allá de ello, es un regalo hermoso que vale la pena darnos, que vale la alegría cultivar. Porque además es en esos lugares donde luego encontramos nuestra independencia a la hora de entrar en pareja y podemos ayudarnos a no depender tan profundamente de ese vínculo. Y también, al comprender esto, podemos soltar el temor que nos da cuando nuestras parejas tienen también otros vínculos significativos: los podemos aceptar porque los sentimos en carne propia, los podemos comprender.

Hoy quiero invitarme y conmigo a ustedes a continuar en el cultivo de la intimidad en la amistad. A observar esa tendencia de la mente a enrollarse y complicar lo que es fácil, a dejarnos amar en la calma y la dulzura que traen los amigos y amigas y a dejarlo ser allí. Siempre hay espacio para las aventuras románticas, pero hagamos uno especial y decidido a los amigos y las amigas. Acabemos con esa sentencia terrible de que no podemos tener amistades genuinas y profundas que sean solamente eso.

Aprender que la intimidad es algo hermoso a cultivar en todos nuestros vínculos significativos, no solo en la pareja, así ese vínculo tenga su propio color. Amemos, que a eso fue a lo que vinimos <3

domingo, 7 de abril de 2024

Cuento de eclipse: Veneno

La prueba de ese momento fue encontrarme con tanta oscuridad. Había huido tanto tiempo de esa historia que le hice un cuarto en la parte trasera de mi mente y me olvidé de él. Le dejé existir allí.

De lo que no me di cuenta fue que siempre estuvo saliendo de allí. Invadió todos mis espacios y mis vínculos. Era una sombra que no podía ver, que de vez en cuando me permitía ojear un resquicio cuando volteaba a ver, pero desaparecía dejándome con la inquietud de si aquello había sido real.

Se ocupaba de mis distracciones. Proyectaba marionetas en la pared, que me hacían creer que ya no estaba allí, que todo estaba bien, que lo había dejado bien guardado en ese cuarto al que creía que solamente yo tenía acceso. Pero las marionetas le expresaban de diferentes maneras: estilos, gestos, pero sobre todo esa forma de relacionarnos, que era de la que yo huía desesperadamente sin más remedio que volver a construirla, una y otra vez, una y otra vez.

Un día, me encontré exhausta de correr, de escapar. Hastiada, como si hubiese comido un banquete eterno y queriendo vomitar. Me di un golpe en la base de la columna que generó un dolor que duró por días y decidí tomarlo como una señal: necesitas detenerte. Y así lo hice. Pasé días y noches contemplando las sombras, inventariando los vínculos, descorriendo cortinas y navegando por los cuartos de mi ser hasta que no me quedó más remedio que ir a ese.

Y allí estaba aquel monstruo. Gigantesco, gordo, repugnante, patas arriba y con esas antenas que me hacían gritar cada vez que volteaba a verlo. Satisfecho de alimentarse de mí, de mi amor y de mi miedo, de mi auto-victimización, de mi auto-suficiencia también. Reproducido en mil sombras pequeñas que deambulaban por todo el cuarto y luego pude ver que estaban por toda la casa. Grité de desesperación y lloré con la misma palabra en los labios que había buscado que solucionara siempre ese problema... pero esta vez no podía servir, porque el monstruo se la había tragado. Mi negación había nublado cualquier posibilidad de luz en ese nombre.

Así que no me quedó más camino que enfrentar a este monstruo. Lo ayudé a levantarse y le pedí que se sentara en una silla y hablamos frente a frente. Vi sus ojos, enormes, vacíos, llenos de carencia y de sed, de muerte. Lo miré y vi mil generaciones a través de ellos. Otros miles de gritos como el mío y cientos de habitaciones oscuras que buscaron hacer lo mismo que yo: olvidarlo, silenciarlo, aumentando su fuerza y expandiendo su presencia. Le dije que lo veía. Le dije que veía las generaciones que le antecedían. Le dije que veía el dolor, el miedo, la podredumbre. El silencio, la complicidad, la evasión. Le dije que me viera, que este era mi territorio y que ya no era bienvenido, que se tenía que ir y hacerse cargo de sus asuntos. Prendí mi fuego y quemé toda mi carne y mi dolor allí.

Pero, pese a mi acto de valentía, se negó. Lo vi tomar con sus patas peludas ese nombre tan importante para mí. Aferrarse. Desafiarme porque yo no tenía derecho a ese reclamo, a esa voz que por fin se atrevía a alzarse.

Así que elegí la muerte. Tomé el veneno del que disponía y lo envenené. Y con él a esa parte de mí que se negaba a morir con él. Esparcí el veneno por todo el cuarto y por toda la casa y lo boté encima del monstruo para asegurarme de que se muriera bien. Me caí en mí misma y me invadió el silencio y el dolor, en cada parte de mis células. Una parte de mí me gritó: detente! Pero tuve que elegir. Era asumir el veneno y matar al monstruo o yo. Tuve que sacrificar esa parte de mí, para que no matara a todas las demás.




El veneno pasó por mis venas y se evaporó con mi fuego. Pude levantarme, como un fénix de sus cenizas y empecé a moverme despacio, poco a poco, recobrar el aliento o más bien respirar por primera vez, libre de aquello. 

Volteé a ver a mi amado y odiado monstruo. Lo vi agonizar allí. Retorcerse de dolor y sentí tristeza, compasión y ganas de aliviarlo, de que no sufriera más. Lloré, lloré un mar de lágrimas que salían desde lo más profundo de mi ser. Pero era el monstruo o yo y la elección estaba hecha.

Abrí las cortinas de aquel cuarto, para que entrara la luz; y luego las ventanas para que entrara el aire, para que ese nuevo ánimo pudiera esparcirse por todos los cuartos de mi casa interna. Dejé de sentir miedo y acepté que ese monstruo sería parte de mi por siempre. Que sus cenizas eran parte de la tierra en la que mi ser se renueva siempre, una y otra vez. Esa misma tierra de mis raíces. Le honré y empecé poco a poco a sentir amor por él en mi ser. Un amor nuevo, sin idealizaciones, uno que pudiera pronunciar ese nombre y sentirlo finalmente completo. Uno que pudiera tomar esa sombra en mí, sin negaciones.

Le hice un pequeño funeral al monstruo. Una pequeña oración: descansa en paz. Que seas libre, que la luz sea en tu ser. Y a la manera de los enanos en blanca nieves le dejé flores y le dejé ser allí, en su cuarto, ahora abierto y luminoso, emanando luz a la conciencia de mi ser.

Gracias monstruo. Gracias.