miércoles, 22 de febrero de 2023

Diana escribe: My own soul’s warning

Este texto viene del título de una de mis canciones favoritas de The Killers, que inspiró la visita de este animalito maravilloso y toda la historia ficticia de un personaje que se ha desconectado de sí y que encuentra en esos ojos el camino de vuelta. Lo amé, ojalá lo disfruten también! Y les dejo el link de la canción por acá:



My own soul's warning

 El alma. ¿Alguien podría decir qué es eso? No creo. Y sin embargo, acá está, sentada en la cama, frente a mí, con una claridad que no da lugar a dudas y viéndome directamente a los ojos. Es una anguila. ¿Cómo le hace para estar sentada, fuera del agua y con tanta propiedad? No lo sé tampoco.

Me tomó por sorpresa. Se me escapó en un ataque de tos. No me sentía bien, es cierto. Llevaba días sin quererme levantar, viviendo al ras y pensando ¿por qué? Y entonces me da este arranque de tos. Duró varias horas, no podía conjurarlo. Caminé de arriba abajo, de pared a pared de cada uno de los dos pisos de mi hermoso Penthouse, que da a la mejor vista de la ciudad: atardecer rojizo, lejano, sin que se calienten las habitaciones; y para el otro lado, verde intenso, árboles y montañas hermosas. Ah… qué belleza, me encanta eso. Y pues allí, en medio de ese lugar que tanto me gusta habitar, parecía yo un viejo de 80 años, tosiendo sin parar de arriba abajo, de ese a oeste, de norte a sur por toda la casa, hasta que empecé a botar una baba y se fue armando esta anguila que me interroga sin parar.

Y no es que diga algo, es su presencia lo que resulta inquisidor. Y me muevo alrededor suyo y ahí sigue. Y sé que es mi alma, porque me lo dicen sus ojos. Me recuerda esa frase que me decían de niño: ¿se te va a salir el corazón? Pues no, no se salió, pero sí el alma y yo pensé que eso no podía ocurrir. 

Me habla de preguntas que yo pensé que podía responder: ¿te gusta tu vida? Sí… me gusta… ¿Me gusta? ¿Qué me gusta de esa vida? La verdad es que a veces quiero salir corriendo y no volver más. La verdad es que me hastían los amigos y los jueves de whisky y la música de cámara y el jazz. Creo que ya no puedo con nada de eso, pero sigo haciéndolo porque no sé cómo parar, no sé cómo más vivir. ¡Detente anguila por favor! No quiero pensar en esas cosas.

Pero ahí siguen sus ojos. Uno morado y el otro verde. Y su cuerpo de texturas transparentes, que sugieren una luz interna que no puedo terminar de percibir y menos de describir. Mi alma-anguila me cuenta sobre recuerdos que procuro no evocar. Me muestra la imagen en el espejo, que con 50 años es igual a la de cuando tenía cinco. La misma ropa, la mirada intacta, un poco triste y con un dejo de ‘déjame en paz’ que sé usar bien cuando no quiero que las personas se dirijan a mí. Me duele esa imagen, ese niño. Procuro no pensar en él y la vida me va muy bien así. Me va muy bien siempre y cuando no me encuentre con anguilas álmicas que vengan a poner en sus ojos estas imágenes que se salen al espejo y luego no se quieren ir.

Me gusta mi auto, convertible, rápido, cuya sola presencia es una carta de presentación. Atraigo fácil a los hombres y mujeres que me interesan. En los negocios me ven bajar de él y sonríen y siento cómo se derriten en un apretón de manos que quiere decir: confío en ti, te voy a decir que sí a lo que me propongas. El efecto es similar cuando invito a alguien a casa: se sube al auto y el trato está cerrado. Piernas y culos abiertos en un momento. Eso me transmite una electricidad deliciosa por la espina dorsal que procuro alargar con un vino que elijo para complementar esa imagen de poder que ya ha quedado grabada en las pupilas de mi víctima. 

Pero sí, la verdad es que a veces me aburro y se siente un poco vacío. Pero esta posibilidad de elegir todo lo que quiero es algo que he valorado mucho siempre y que es el sentido de mi vida. ¿Sí lo es? Me miran esos ojos y el morado se pone violeta claro y se abre un poco más, como levantando una ceja a ver si me estoy contando la verdad. La observo y empiezo a caminar de un lado a otro de mi cama grande, de sábanas blancas que ojalá no se vayan a manchar con esa baba de su cuerpo (¿o será moco? ¿o restos del agua del mar de donde debe venir realmente este animal?). Por momentos bajo los párpados y pienso que me he vuelto loco, que ayer bebí demasiado, que he trabajado sin parar muchos días y que seguramente esto es producto de mi imaginación. Pero los abro de nuevo y la anguila sigue allí. Emana tranquilidad, quietud, serenidad. Como si ella supiera algo que yo no sé.

Ahora me siento a su lado. Empiezo a dar lugar a la curiosidad de saber más de ella. ¿Cómo te llamas? Pero no me responde. Apenas sus ojos emanan una dulzura especial, como si sonriera. Esa mirada, me envía a muchos años atrás, a un día que estaba comiendo una crema de tomate con una mujer que amé como a nadie. Si les digo la verdad, prefiero los hombres sexual y románticamente, son mucho menos complicados, pero ella fue especial. Me tomó por sorpresa. Uno de esos ‘amores a primera vista’ que ocurren pocas veces en la vida. Estábamos cenando y era un momento de silencio en el que ella me miró con esos ojos grandes y bonitos y me sonrió apenas mientras metía en su boca su cuchara, llena de crema de cebolla, porque la de tomate no le gustaba. Y yo me quedé allí, con la respiración suspendida, sintiendo una calidez desconocida que luego procuré olvidar. Hasta que este animal fusiforme me ha mirado así y me he vuelto a quedar sin aire.

¿Qué habrá sido de ella? No lo sé, no sigo la ruta de las personas que salen de mi vida. Se van y ya me ocupo y no vuelvo a enterarme. Solamente mantengo en mi vida un par de amigos para los jueves de whisky, y sobre todo es porque no me quiero aburrir en esas noches y porque la imagen de un círculo social estable es importante, ya saben. A parte de eso, un par de llamadas al mes a mis padres y ya está. Vivo bien solo, me gusta mi soledad. Me gustan mis cuadros y mis libros. Me gusta caminar solo y no tener que compartir con nadie mis rutinas, me gusta estar libre de negociaciones, de acuerdos, de concesiones… Pero ahí viene el ojo verde: ¿sí es verdad esto que me estoy diciendo? O ¿es simplemente la forma como aprendí a vivir y luego ya no supe encontrar otra?

La anguila se mueve un poco sobre mi cama. Se enrosca como si fuera un gatito y me vuelve a mirar con dulzura, pero esta vez es ese aire de mi madre el que me evoca, cuando me daba la papilla, adornada de unas gotas de jugo de naranja. Era un pequeño yo. Qué sensación tan maravillosa que era. Sus ojos sonrientes, su voz suave de mamá cantando alguna canción y luego la cuchara pequeña que se acercaba a mi boca. Yo no tenía ojos para nada más que para ella en ese instante y gusto para esa papilla que parecía estar impregnada de su presencia. Voz, ojos y papilla eran la misma cosa. Pero no duró mucho. La vida de la familia se alteró cuando papá asumió la carrera diplomática y ya nunca hubo esa misma calidez. Qué nostalgia.

En ese momento, la Anguila se levanta y me habla. No con voz humana, sino con un tono que me viene desde dentro, como si fuera yo hablándome a mí mismo, a través de ese ser. Y es probable que así sea, ya que se trata de mi alma. Tiene sentido ¿no? 

Me cuenta sobre corazones rotos, sobre rigideces mentales, sobre soledades inconfesables y profundas. Me advierte sobre días finitos en este mundo, sobre la impermanencia y la belleza del disfrute. Me invita a hacer elecciones, me cuenta sobre la muerte, como si fuera la amiga que permanece sentada en la sala de mi casa, al lado de mis libros de arte, de frente a mi blackout para que no entre la luz de la mañana porque me fastidia; y junto a mi planta, que requiere poca agua para que cuando no vuelva pronto a casa no se vaya a morir. Esa amiga que cuando decida salir, no lo hará sola, sino me llevará de la mano para nunca más volver.

Siento inquietud. He pensado en esto muchas veces, pero como una posibilidad lejana, como algo que pasará eventualmente, pero no pronto. Y además es uno de esos pensamientos que me digo: para qué. Pero mi alma-anguila refuerza su mirada, esta vez muy seria. Esta vez la tomo en serio, sé lo que me está diciendo. Me advierte, me grita, me implora que le dé un lugar. Sé que no lo he hecho. Sé que la he silenciado decididamente, convencido de que se trata solamente de un estorbo. Un problema menor que impide que el pragmatismo fluya felizmente en mi vida. Y sí, sí estoy harto.

Ella suspira (sí, es una anguila, yo sé, pero suspira) y me pide que la abrace. Sé lo que va a hacerme, así que lo dudo por un momento. Recuerdo que las anguilas usan su electricidad para comunicarse. Comprendo que esto es algo que yo mismo he decidido hacerme. ¿En qué clase de loco me convertí y cuándo? 

Pero acepto. Tomo el abrazo y siento cómo la electricidad recorre todo mi cuerpo, todas las células, todo mi cerebro. Antes de perder el conocimiento, viene un solo pensamiento: mañana, el desayuno será papilla en jugo de naranja. Y voy a vaciar todas las botellas de whisky y abriré las cortinas en la mañana.

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