miércoles, 8 de febrero de 2023

Diana escribe: Decepción

Puerta de vidrio. Mesas iluminadas. Meseros en trajes brillantes.  Vamos, tienes que lograrlo, sigue caminando.

Vestido blanco, bombacho en medio para que la panza sea libre. Lentes oscuros, porque están de moda y porque así nadie puede ver mis expresiones.

Un paso, dos. Mesero: ¿señorita, tiene reservación?

Relajo el abdomen, suspiro: No. Quiero mi lavandería.

El mesero sonríe, me guía hacia una nevera enorme de color azul. Abre la puerta y entro. Escaleras. Un, dos, tres, veinte peldaños. Oscuridad. Nueve, diez pasos. ¿Cuándo va a terminar esto? Por fin, una penumbra... y, bajo la tierra, el paraíso de los platillos que solo quienes saben pedir su lavandería encuentran. Me costó encontrarlo y hoy, por fin, lo logré.

Exploro con la mirada alrededor, nadie lo nota. Los lentes funcionan. Me siento Audrey Hepburn con este peinado alto, lentes, guantes. No quiero que me hablen, pero debo entender cómo funciona el sistema, así que avanzo.

En la barra, al mesero: Hola guapo. Qué hay de cenar.

Mesero: Lo que estabas buscando ¿Te sirvo?

…: ¡Sí!

Y va a servirme el platillo tan esperado. Es una mezcla de ingredientes del mar, venenosos, de lo cual nadie conoce la receta, solo acá. Está acompañada de espárragos, purés de papas combinados, quesos, aguacate, fresas; para probar en un mordisco el universo.

¿Cómo lo sé? Porque me lo contó una de las personas más exigentes y sensibles de paladar que haya conocido, y, al verme, supo que tenía que probarlo, era mi destino. Y así lo asumí. Por eso viajé por el mundo, guardé con celo este crucial secreto, hasta estar en esta barra, en este día a esta hora.

El mesero me pide que me siente y me retira los lentes y me ata un tapaojos de seda. Sus dedos rozan mi cuello y en el nerviosismo que siento, me erizo. Huele a pomarrosa. No es un aroma masculino, pero me reconforta.

Con un susurro me anuncia que ya vuelve con mi platillo ¡al fin!

Siento el sonido del plato contra la mesa: click, clack. Es una mesa de vidrio, helada. Por fortuna tengo puestos los guantes, amortiguan la sensación desagradable del hielo en mis antebrazos. Mejor no me los quito.

Qué nervios. Busco los cubiertos, allí están. Son enormes. Los prefiero pequeños. Otro detalle que obviaré. 

Apreciar una comida es como hacer el amor: hay mil formas de lograr el clímax. Hoy, quiero todo el juego previo, amar este platillo y vivir una sesión suave, embriagante, sensorial. 

Debido al tapaojos, me saltaré el placer de la vista. Voy despacito a olfatear el platillo, para apreciar el conjunto. Atraigo a mí su olor con mi mano izquierda. Pero no huele. Qué raro.

Pasemos al tacto. Jugueteo con mi tenedor. Quiero percibir la textura de los ingredientes diversos. Me la he imaginado muy suave, penetrable, blanda… ¡qué delicia!

Pero es tiesa. No puedo trinchar lo que parece ser una bola de ingredientes comprimidos. Ups. Bueno. Ya no hay más, tengo que tomar el primer bocado.

Con el tenedor, saco con dificultad un pedazo y lo acerco, nuevamente, a mi nariz. Por favor, que huela. No.

Y lo embuto en mi boca. Siento los ojos nadar en lágrimas, porque ya sé lo que viene a continuación...: no sabe. Su textura es más fría que un chicle, ni fresas, ni aguacate, ni purés. Es un trozo de plastilina muerto.

Dejo de contenerme. Las lágrimas se me escurren a borbotones. Quiero salir corriendo, gritar. ¿Qué clase de broma es esto? Siento el cuerpo en llamas, de decepción. El estómago se me ha cerrado y cruje de dolor. Y la boca, seca, no sabe qué hacer con ese proyecto de bolo alimenticio que nunca llegará a ser.

Lo escupo. Lo siento mucho, no puedo. Mi sueño se ha hecho pedazos. Todos los pasos que caminaron buscando el placer se han estrellado de la manera más cruel. No hay mayor desilusión que probar una comida insatisfactoria... Todo el mundo sabe eso. Pero es peor cuando se ha soñado por años con este encuentro del paladar con su víctima, con su amante y no hay NADA. Un gusto desagradable habría sido mejor que esta NADA.

No veo qué pasa alrededor. Suavemente me quito la venda y miro, ojos enrojecidos, el entorno. Nadie me mira. Todos comen felices. No alcanzo a ver sus bolas comprimidas de NADA, pero puedo intuirlas. Mi corazón-estómago se siente aún más vacío. Respiro. Lentes a los ojos.

Me levanto, con la mayor dignidad que puedo y pido al mesero que me lleve a la salida. Y con cortesía, lo hace. Gracias por la oscuridad que rodea mis pasos, para que nadie pueda ver esta humillación en este lugar al que nunca debí venir y al espero nunca más volver.

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