Se llamaba Azafrán. De eso estaba seguro. Ella le decía así, en tonos suaves y también fuertes y algunos que sonaban decepcionados cuando no lograba esperar a que le abrieran la puerta y dejaba salir su orina allí, en frente de ellos.
Era un perro. También sabía eso porque su Ella pequeña le decía así: perrito. Y le ponía una cinta morada con la que lo llevaba de un extremo al otro de la casa, enseñando a los demás lo mucho que podía lograr que le hiciera caso. Le encantaba imaginar con ella los paseos y aventuras que ocurrían en esos pocos pasos, era fácil ver lo que ella veía y esa risa suavecita que tenía le resultaba musical. A la habitación de ella nunca entraba, no estaba muy claro por qué, pero sospechaba que tenía algo que ver con que había muchos objetos pequeños que le parecían llamativos: los quería morder, y eso a ellos no les gustaba.
Y había sido el pequeño de esa casa, de su familia. Lo sabía desde que llegó cuando le empezaron a contar su nombre: Azafrán, ven acá. Azafrán, no te bajes de la banqueta. Azafrán, ve corriendo a hacer pis. Azafrán no te comas eso! Y lo sabía porque Él le decía bebé, y le consentía la trompita y no lo dejaba subir a la cama.
Eran su familia. Ella, la Ella pequeña y Él. Les quería mucho. Le gustaba hacerles compañía, correr con ellos, saltar. No le gustaba cuando se iban, le daba miedo no volverles a ver. Eran sus humanos, los que lo habían elegido ese día cuando estaba solito en aquel parque.
Pero, una tarde, ellos ya no estuvieron más. Él lo llevó y lo dejó con una ella, un poco más grande que su pequeña y ya no los volvió a ver. Eso había sido como un hueco en su corazón que no sabía dónde poner. Ladró durante muchos días y también gimió, pero no hubo respuesta. Sentía sus caricias y recordaba las tardes de tomar el sol y de bailar en dos patas. Sí que le gustaba eso, ella reía mucho y cantaba y se veía feliz. Él era un perro muy feliz.
Pero ahora eso ya no estaba más. El pelo le creció y de todos modos sentía frío. Había sentido ese amor, esa familia, ya nunca sería lo mismo. Le había quedado una pata difícil de doblar y cuando la temperatura bajaba, le dolía un poco, siempre procuraba cuidarla bien.
Una mañana, logró escapar de casa y fue a buscarlos. Caminó por muy largo tiempo, entre campos y calles humanas llenas de ruido. Había personas amables que le daban agua y comida; y otras no tanto que le gritaban para que se alejara. Sintió miedo, pero no se detuvo. Siguió andando, durante muchas puestas de sol. Pero no pudo encontrarles. Y el vacío en su corazón se siguió sintiendo con tanta fuerza, que se volvió de hielo. Y así ya no lo sintió tanto.
Una tarde, estaba caminando por un prado amplio, cerca de unas casas pequeñas, de colores blancos y verdes. Había flores cerca de las casas. Le gustaban las flores, como también le gustaban a Ella. Así que decidió ir a descansar un poco entre su aroma. Había mujeres vestidas de blanco y personas que caminaban solitarias, en silencio. Se veían tristes, se parecían un poco a él, estaban solos.
Un hombre, delgado, con poco pelo y voz suave, le llamó para que se acercara. Lo miró con dulzura y le recordó un poco la mirada triste de Él, así que aceptó la invitación y con su cabeza baja y lentamente, permitió que lo tocase. Amaba las caricias, las sentía desde su pelo hasta la piel y le reconfortaban enormemente. Era lo que más le gustaba de aquellos humanos que se le acercaban con amor: que lo acariciaran un rato.
Las mujeres de blanco vieron la escena y se alegraron, y le pidieron al humano que lo llevara consigo. Al parecer, el corazón de ese humano no estaba bien, igual que el suyo, así que se podrían hacer compañía. Fue un gran alivio, sentir que podía pertenecer a un nuevo lugar.
Era claro que nunca iba a ser como fue en ese tiempo. La risa de la Ella pequeña no volvería a estar, ni sus paseos por la casa. El baile y las tardes de sol, no se iban a repetir. Tampoco esas formas tan suyas de llamarlo: Azafrán, Bichinho, bebé perro. Pero sintió calidez y eso empezó poco a poco a derretir ese hielo que sentía en el agujero en su corazón.
Una mañana, la última gota del hielo se volvió vapor y pudo respirarla como calor. De repente, el agujero ya no estuvo allí. Se había ido cerrando con el amor y el cuidado de ese humano amable y apacible; y de las personas que estaban con él. Lo llamaron de nuevas formas dulces, lo alimentaron y su pelo se volvió a sentir cálido. Poco a poco, dejó de extrañarles y sintió que era un perro feliz de nuevo. Sentía la textura del pasto, cálida al medio día en su paseo. La frescura del agua que le dejaban en varias partes de la casa. La risa de las mujeres de blanco cuando él quería llamar su atención con algunas vueltas. La suavidad con la que el nuevo humano le ponía la mano en la cabeza y se quedaba dormido. La vida era buena otra vez.
Nunca les olvidaría. Lo sabía muy bien. Soñaba con zorros de cuando en vez. Uno blanco pequeño y otro rojo, el grande. Un gato lo visitaba también en algunas aventuras. Tal vez nunca entendiera por qué no les volvió a ver, pero podía sentir algo de esa presencia en esos zorros y en ese gato pequeño. Era como si Ellas estuvieran allí y Él también. Y, además, el zorro grande siempre le susurraba: Azafrancito, un día nos volveremos a ver. Le gustaba escuchar eso. Ojalá que sí. Ojalá que sí. Y volvían a bailar, en dos patas.