viernes, 2 de octubre de 2020

Los imprescindibles

 Hace casi 7 años murió mi querido amigo Abelardo Hernández Millán. Nunca me di tiempo de escribir sobre esta persona, pese a que le he echado de menos y su memoria me acompaña con frecuencia en diversas situaciones. Como diría Drexler, más vale tarde que jamás, sin importar la estrella en la que estés, escribo esto para agradecerte. Viva octubre de gratitud!

Abelardo. Mucho hay que decir de alguien como él...: que hizo parte del germen que hizo posible el Colegio de la Frontera Sur; que luchó por lograr la protección ambiental de la Selva Lacandona en Chiapas; que fue la mano derecha de monseñor Samuel Ruiz en los diálogos del EZLN en los 90; que ganó premios de cuento y que se lo recuerda en diversos escenarios en el centro y al sur de México. Que nunca abandonó las causas por los más vulnerables, que tenía palabras dulces y divertidas que dejó al mundo en sus cuentos y su poesía.

Yo fui su atenta estudiante. Me lo encontré como regalo de la vida en segundo semestre de maestría, cuando estaba muy extraviada con mi tesis. Él, con su amor, paciencia y apertura, me puso de nuevo en la ruta. Con un té y su bella biblioteca, me ayudó a levantarme de esas roturas de corazón que a veces ocurren en los espacios académicos. Aún conservo los libros que me regaló en ese primer encuentro.

Tuve la suerte de contar con su compañía hasta el final de ese camino. Pasé tardes escuchándolo en su café favorito del centro de Toluca, en donde conoció a 'mi linda familia' (sus palabras). Me leyó cada vez que lo necesité, con comentarios y aportes siempre pertinentes (y cuando no, bellos); y como sinodal al final. También lo escuché recitar sus hermosas poesías, las propias y aquellas que acudían como mariposas a sus labios de manera inesperada. Hoy lo recuerdo especialmente, porque le regaló, sin conocerla, su libro sobre el 2 de octubre a mi hermana menor, con el mismo amor con el que se relacionaba con la vida. Me contó en alguna ocasión que le tomó años volver a salir de casa en esta efeméride, que la escritura le salvó del horror, del dolor de haber estado presente, de haber vivido ese momento. Es el precio que grandes como él a veces pagan por haber estado donde había que estar en cada momento de su historia.

Abelardo hizo posible que yo me animara a conocer Chiapas, que viajara a los caracoles y pudiera ver uno de esos otros mundos que son posibles y que están pasando ya, hoy, en la humanidad. Era una persona de esas cuyo corazón nunca se rinde, de imaginación activa, propositiva, con su maleta lista para seguir andando, para seguir caminando, para seguir construyendo.

Tengo en mi memoria, muy nítido, el último recuerdo que compartimos, cuando aún estaba con nosotros: al terminar mi examen de titulación en la maestría, conversamos un poco y le regalé un café. Se notaba ya en su figura la cuenta que pasa el luchar contra la enfermedad por un largo tiempo. Me agradeció con afecto, un abrazo, y al partir levantó la bolsa y me dijo: me lo voy a tomar en tu honor.

Dibujo cortesía de Isidro Pontón Romero. 2013. Día del examen de titulación.

Querido Abelardo, gracias por conectarnos con la vida, con la dulzura, con la sensibilidad. Gracias por ser de esos imprescindibles de los que hablaba Bertolt Brecht. Apuestas tan bellas como la tuya, siempre en las causas más lindas, son las que este planeta necesita más. La creación de nuevos mundos desde el arte, desde el afecto, desde la fe en que podemos ser mejores, que podemos tratarnos al lado.

Gracias por estar tan bellamente en mi memoria, por servirme de excusa para recordar las causas justas, los sueños, la fe. Dios me bendijo con tu amistad, y en eterna gratitud, la voy a atesorar por siempre.

Todos somos semilla.

Un cuento corto de Abelardo, para recordarlo en su voz:

En la selva

Esa noche, el grupo de turistas rodeaba la fogata junto con algunos indios lacandones que los habían guiado en el recorrido vespertino. Las brasas crepitaban entre el prolongado silencio. Presidía la reunión el más viejo de la tribu. De pronto un lacandón joven se puso de pie y, con el entrecejo fruncido, dirigió su mirada hacia un horizonte invisible y olfateó con avidez entre aromas de humo y carne asada. “Ahorita vengo”, dijo. Extrañado, alguien del grupo preguntó al viejo lacandón de qué se trataba. Luego de un instante respondió: “escuchó el trote de un pequeño venado y salió a cazarlo”. Algunos integrantes del tour se asombraron con la respuesta; otros la tomaron con recelo. Todos quedaron estupefactos cuando, al cabo de un rato, el joven cazador regresó con un venadito cargado sobre sus hombros y lleno de flechas clavadas en el cuerpo. No sabiendo cómo retribuir la consumación de tal hazaña, los viajeros se apresuraron a reunir más dinero en agradecimiento por la gran lección de Historia ahí manifestada. “Es como si nos hubiéramos trasladado a la época en la cual la caza era tarea principal de sobrevivencia”, exclamó uno de ellos; “nadie me va a creer cuando platique lo que hoy aquí hemos presenciado”, dijo otro. Luego se retiraron a dormir entre comentarios de entusiasmo suscitados por el gran acontecimiento. No escucharon cuando, satisfecho, el lacandón viejo dijo al joven en voz baja: “lleva otra vez el cervatillo al escondite secreto, arregla las flechas de nuevo y no se te olvide ponerle más hielo para conservarlo en buen estado”.

A.H.M. Que en paz descanses, querido. 

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