Amo las cometas. Tienen la combinación perfecta entre un ancla a la tierra y una enorme libertad. Me gustan tanto que quiero dedicarme a volarlas profesionalmente en la vejez, como un final poético para una historia de un ser del aire.
Mi papá me enseñó a amarlas. Él es un ser del aire también. Cuando era niña, pasamos muchos agostos construyendo artefactos imposibles, grandes y pequeños, de tela o de plástico, con palos de balso más gruesos o más delgados, que lo ponían a él en un lugar de alegría prístina y a nosotras en estado de fascinación. El perfecto encuentro entre su niño y las nuestras.
No pudo levantarse del suelo más de tres metros ninguna de ellas. Siempre había algo que no cuajaba: el viento no fue suficiente, los palos de balso demasiado pesados, la cola no equilibraba bien el vuelo. Pero cada agosto me encontraba allí, en nuestra mesa del comedor, con la ilusión intacta de volverlo a intentar.
Al crecer, dejamos de elevar cometa, pero mi niña interna es perseverante y algo caprichosa. Así que cuando mi hijo cumplió 5 años, retomé la tradición familiar, con la determinación de que ahora sí lo iba a lograr. Con ese objetivo, elegí una estrategia distinta. Mis pasos tímidos, buscando ser certeros, se alejaron de las manualidades caseras y me llevaron a comprar una cometa pequeña, de triángulo, de esas que fijo vuelan. Y voló.
Reímos y corrimos detrás de ella cuando se escapó y la perdimos. Le llamamos 'el animal', y así se llamarían las muchas cometas que le siguieron cada agosto, siempre una más grande que la anterior. Pude ver cómo cada vuelo construía más y más confianza en mi corazón.
Mars es un ser de tierra y fuego, pero las cometas le trajeron vuelos felices. La tradición se afianzó y fue un lugar hermoso para compartir juntos todos estos agostos de viento. Este último fue el turno de Jacobi, mi niño de agua, que resultó ser un gran partner de vuelo de cometas y me recordó la dicha que trae a mi ser ese espacio. Encuentro de niños jugando a volar y en la eterna fascinación por el cielo.
Escribiendo esto, recordé que en alguna ocasión pude mostrarle a mi papá mi éxito como voladora de cometas y reímos a carcajadas de recordar esas veces que soñamos ese vuelo y no fue posible. Esas tardes, junto con tantas otras cosas de mi padre, construyeron mis alas.
La historia termina con el nuevo sueño, que mencioné al comenzar: de adulta mayor quiero volar profesionalmente cometas. Que sean gigantes, de todas las formas y colores. Cometas para disfrutar la alegría y el viento, con los brazos bien abiertos. Sé que será maravilloso, el vuelo ya habita en mi corazón.



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